Estoy en la sala de espera de un hospital. Frente a mi hay gente con dolores varios. Pero nadie tiene la boca abierta como yo. El del al lado me mira con intención de preguntar pero no puedo enviarle a la mierda porque mi boca abierta me lo impide. Desfilan algunos desangrados y pienso en la posibilidad de que ella tenga algo que ver, de algún modo, de algún mordisco. Cuando llega mi turno el de al lado me sigue mirando y esta vez intento enviarle a la mierda con resultados idénticos a los anteriores. Mi dedo corazón me venga. El doctor aparta la cortina y me pregunta por mi mal. Si pudiera abrir la boca se lo contaría y le explicaría que el culpable se llama Tomas Alfredson. Pero en lugar de eso, dejo caer un poco de baba de mi boca abierta y se lo cuento con los ojos. Hacía mucho tiempo que no veía algo así. Posiblemente desde aquellos goodfellas que una puesta en escena no me deslumbraba tanto. En esta ocasión ha venido desde el frío. Con esa sensibilidad hacia el plano general y sus posibilidades. Con ese patito feo y rubio. Con esa vecina de necesidades inhumanas. Con ese plano acuático convertido en clásico desde ya. Cuando el doctor me ha recolocado la mandíbula me ha mandado unos tranquilizantes y me ha prohibido hablar más sobre ello. Le he apuntado el título de la obra y al parecer ha decidido terminar su turno en ese instante. Después he intentado aprender el código Morse pero ante los resultados he preferido escribir esto.