Un día aparecieron. Estaban en todas la librerías. Aquella serie de tv nos había robado el corazón y necesitábamos aquellos dibujos. Fue la primera y ultima vez que se venderían unas fotocopias en blanco y negro. Si lo piensas un segundo era de locos. Nadie sabía su origen. Empezaron los rumores. Alguien dijo que las dibujaba un hombre del barrio. Pero la teoría de un clon de Akira Toriyama era poco probable. Otros hablaban de un turista japonés que poseía los cómics originales. Nadie los vio nunca. Aparecieron nuevas fotocopias. Todos enloquecimos. Las aventuras de Son Gokuh arrasaban en tv y queríamos más. Lo tuvimos. Las tiendas de cómics importaron material increíble. El precio también era increíble. Se vendieron almas y se gastaron herencias. Se publicó el cómic. Fuimos felices. El merchandising se disparó. Camisetas. Álbumes de cromos. Patatas fritas con pegatina de regalo. Muñecos. Ese año, la mona de pascua no era digna si no tenía un muñeco de El follet Tortuga. Un mercado de la ciudad fue el núcleo del delirio. Los padres acompañaban a sus hijos a cambiar cromos. Tengui, tengui,¡Falti!. Orgasmo de otaku. La sobredosis se detuvo. La generación se calmó. La serie dejó de emitirse. Los cómics se guardaron. Después se tiraron. Las paredes substituyeron los posters. Las fotocopias se desintegraron en el olvido. Llegaron otras series. Intervalo de muchos años. El otro día le mostré a mi sobrino el primer capítulo de Dragon Ball. Era un DVD. Y empezó con unas fotocopias. Todavía las guardo.