Donde hay una bicicleta hay un drama. Este vehículo es sinónimo de sencillez, y una cosa nos lleva a la humildad, y quizá a la pobreza y de ahí fácilmente al drama. En realidad no siempre es así, pero en un mundo gobernado por los automóviles la modestia de una bici en la calzada se convierte en una molestia que pocos saben respetar. Y vuelta al drama. O quizá te la roben, como nos explicó Vittorio De Sica, quizá te atropellen y huyan como contaba Bardem, y quizá participes en una competición como aquel Dennis Quaid. O quizá no. La harmonía de este vehículo antidepresivo también puede unir a las personas como aquellos Iris y Stanley y quizá, y sólo quizá, puedas vivir emociones fuertes y baratas como aquellos Bicivoladores. Eso en el mejor de los casos. En el peor de ellos, nos toparemos con un chaval rebelde que no para de liarla allí donde va. Y quizá se tope con la encantadora y sufridora Cécile de France, y quizá recupere la bicicleta que el paria de su padre había vendido y quizá no se meta en más líos. Pero si la cosa va firmada por los hermanos Dardenne uno le rezará a la pantalla para que aquel problema no desemboque en otro y que por favor alguien calme ya a ese niño desbocado. Un viaje al pasado y una vasectomía a tiempo también se presenta como opción válida y quizá, tras aquella hermana mayor y aquella persecución inesperada, las sesiones que uno se ha montado con los hermanos belgas deban reducir su periodicidad y su intensidad. Lo primero es la salud. También la mental.
El niño de la bicicleta (Jean-Pierre y Luc Dardenne, 2011).