El disco cae de un camión y queda abandonado en la cuneta. Pasan muchas semanas y muchas capas de polvo. Un auto se detiene y alguien vomita. Parte de aquello salpica la contraportada. Pasan más semanas y un mendigo lo recoge. Piensa en masturbarse pero antes de que se la saque, cae fulminado por aquel virus. El juez ordena levantar el cadáver y un agente a punto de jubilarse recoge el disco. Le gustaría escucharlo pero recuerda que rompió el tocadiscos en aquella pelea casera. Aparca junto a un contenedor abierto y lanza el disco por la ventanilla. Nunca tuvo buena puntería por lo que termina en la acera. Por un momento parece que alguien se ha interesado por el objeto, pero no. Falsa alarma. Era otra cosa. Pasan horas y nadie se interesa. Nadie reconoce a la cantante. Nadie repara en que fue una chica Peckinpah. No protagonizó una huida, ni enamoró a un barbudo y tampoco calentó a unos pueblerinos. Tan sólo acompañó a Warren Oates durante aquel viaje repleto de polvo y balas. Bastante y mucho más para que la recojan de aquella acera. Pero date prisa. Se acerca un perro. Y el amo no parece de los que recogen.