Si lo pienso un segundo, la explosión de la tercera inicia lo mejor de la saga. Y leo en alguna parte que Vigalondo la incluye en un ranking y creo que podríamos estar horas cascando sobre el trabajo de McTiernan en general y en concreto. Me arriesgo a pontificar que la tercera jungla es el mejor capítulo de la saga, pero si lo pienso algo más de dos segundos, me obligo a rescatar el original y entonces el tiempo pone las cosas en su sitio. Y las pasiones momentáneas quedan apartadas por el poder que desprende el Nakatomi y todos sus invitados. La cosa no varía. Nos quedamos con el primer McClane seguido muy de cerca de la aventura entre bombas y acertijos. Pero queda un tema. El patito feo del que, sin llegar a ser feo, todos reniegan y hasta intentan olvidar. La segunda parte y toda la historia del aeropuerto se resiste en mi recuerdo y me da pereza darle al play. Pero el rigor es el rigor y a uno le cae bien Renny Harlin desde que hiciera escalar a Stallone con bastante riesgo. Entre maletas y torres de control, McClane lucha contra los terroristas y sobretodo contra la necedad de policías y burócratas. No sabría describir los síntomas con precisión porque aunque Willis cumple y la trama cumple y la acción cumple, hay algo de hastío y antipatía cinéfila en todo ello. El síndrome del padrastro Harlin nos hace invocar a un McTiernan que no llega. Aunque si buscamos el villano que más victimas ha provocado en la saga deberemos apuntar a esta secuela en que mueren todos los pasajeros de un accidentado avión sin combustible. Al menos que te recuerden como el más bruto. Se hace tarde. Recojo la chaqueta y me marcho a casa cuando, dentro del ascensor, reparo en la cuarta entrega. El escalofrío hace que el sistema de bloqueo se active. El ascensor se detiene y se apagan las luces. Grito a cascoporro pero nadie contesta. Una sensación con rostro de Kathryn Bigelow me implanta las imágenes a modo de días extraños. Veo a McClane como un dinosaurio analógico en una era digital. Ahora el héroe es un padre celoso de una adolescente con ganas de ser adolescente. Por el camino deberá escoltar a un hacker avanzando en las dieciséis calles de una ruta suicida. Un McClane completamente divorciado y desquiciado lanza un coche a un helicóptero y da de hostias a una sexy oriental. Ocurren otras cosas pero antes de convertirme en otro intolerante analógico, abro el techo del ascensor y huyo entre cables y peligros invisibles. La ingenuidad se apodera de mí cuando decido enfrentarme al último McTiernan fechado en 2003. Un cruce entre Tigerland y Rashomon se me indigesta por deshonesto y vacilón. Si faltaban motivos para meter a McTiernan en la cárcel, su último estreno los proporciona con creces. Desde aquí creemos en la reinserción. 26 de agosto de 2011
Marchando un menú McTiernan
Si lo pienso un segundo, la explosión de la tercera inicia lo mejor de la saga. Y leo en alguna parte que Vigalondo la incluye en un ranking y creo que podríamos estar horas cascando sobre el trabajo de McTiernan en general y en concreto. Me arriesgo a pontificar que la tercera jungla es el mejor capítulo de la saga, pero si lo pienso algo más de dos segundos, me obligo a rescatar el original y entonces el tiempo pone las cosas en su sitio. Y las pasiones momentáneas quedan apartadas por el poder que desprende el Nakatomi y todos sus invitados. La cosa no varía. Nos quedamos con el primer McClane seguido muy de cerca de la aventura entre bombas y acertijos. Pero queda un tema. El patito feo del que, sin llegar a ser feo, todos reniegan y hasta intentan olvidar. La segunda parte y toda la historia del aeropuerto se resiste en mi recuerdo y me da pereza darle al play. Pero el rigor es el rigor y a uno le cae bien Renny Harlin desde que hiciera escalar a Stallone con bastante riesgo. Entre maletas y torres de control, McClane lucha contra los terroristas y sobretodo contra la necedad de policías y burócratas. No sabría describir los síntomas con precisión porque aunque Willis cumple y la trama cumple y la acción cumple, hay algo de hastío y antipatía cinéfila en todo ello. El síndrome del padrastro Harlin nos hace invocar a un McTiernan que no llega. Aunque si buscamos el villano que más victimas ha provocado en la saga deberemos apuntar a esta secuela en que mueren todos los pasajeros de un accidentado avión sin combustible. Al menos que te recuerden como el más bruto. Se hace tarde. Recojo la chaqueta y me marcho a casa cuando, dentro del ascensor, reparo en la cuarta entrega. El escalofrío hace que el sistema de bloqueo se active. El ascensor se detiene y se apagan las luces. Grito a cascoporro pero nadie contesta. Una sensación con rostro de Kathryn Bigelow me implanta las imágenes a modo de días extraños. Veo a McClane como un dinosaurio analógico en una era digital. Ahora el héroe es un padre celoso de una adolescente con ganas de ser adolescente. Por el camino deberá escoltar a un hacker avanzando en las dieciséis calles de una ruta suicida. Un McClane completamente divorciado y desquiciado lanza un coche a un helicóptero y da de hostias a una sexy oriental. Ocurren otras cosas pero antes de convertirme en otro intolerante analógico, abro el techo del ascensor y huyo entre cables y peligros invisibles. La ingenuidad se apodera de mí cuando decido enfrentarme al último McTiernan fechado en 2003. Un cruce entre Tigerland y Rashomon se me indigesta por deshonesto y vacilón. Si faltaban motivos para meter a McTiernan en la cárcel, su último estreno los proporciona con creces. Desde aquí creemos en la reinserción.