3 de diciembre de 2008

Letanía del odio (por Robert Crumb)

Soy una persona tremendamente negativa, siempre lo he sido. ¿Nací así? No lo sé, pero vivo asqueado por una realidad que me horroriza y me asusta. Me aferro desesperadamente a las pocas cosas que me reconfortan, que me proporcionan algún alivio. Detesto a la humanidad en su conjunto. Puedo sentir un fuerte cariño por determinados individuos, pero el género humano sólo me infunde desprecio y congoja. Odio casi todo lo que pasa por civilización. Odio el mundo actual, entre otras cosas porqué está atiborrado de gente. Odio las hordas, las multitudes de esas inmensas ciudades llenas de vehículos abominables, de estruendo, de ajetreo incesante y absurdo. Odio los coches y la arquitectura moderna. Pienso que todo edificio construido después de 1955 debe ser derruido.

Aborrezco la música popular contemporánea. No hay palabras para describir lo que me crispa los nervios su falsa, petulante y vacua fatuidad. Odio los negocios y el contacto con el dinero, uno de los inventos más repulsivos de esta especie humana. Odio la cultura mercantil en que todo se compra y se vende sin dejar piedra por mover. Odio la comunicación de masas y cómo la gente se deja subyugar por ella. Odio tener que levantarme cada mañana para encarar otra jornada de demencia. Odio la obligación de comer, cagar o mantener mi cuerpo. Odio mi cuerpo. Me horroriza pensar en sus órganos y funciones internas, en el cerebro o la digestión, en el sistema nervioso. La naturaleza es una atrocidad, no me parece ni grata ni benigna. Todo estriba en morir o matar. El mundo natural es un mundo muy peligroso repleto de fuerzas y bichos temibles, criminales. Odio el funcionamiento de la naturaleza. El sexo es particularmente execrable y pavoroso. El macho penetra con su verga el orificio de la hembra, la fecunda, otro ser aparece dentro de ella y esta habrá de soportar un penoso suplicio cuando la nueva criatura empuje para salir al exterior con el único objeto de repetir más tarde el mismo ciclo. ¿Acaso hay algo existencialmente más nauseabundo que la reproducción?.

¡Cómo detesto la parada nupcial!. Siempre he aborrecido mi propio apetito sexual, que cuando era joven nunca me daba tregua. Estaba constantemente acuciado por la frustrada manía de hacer con (y a) las mujeres cosas estrambóticas y censurables. Mi conciencia vivía por ello en un conflicto permanente que jamás fui de capaz solventar. La vejez es el último alivio. Odio el mecanismo del alma humana, la manera cómo nos traumatiza y nos marca estúpidamente en la primera infancia para pasar el resto de nuestras vidas tratando se supera esas fijaciones pueriles sin llegar nunca a culminar la empresa. Detesto la religión organizada. Odio a todos los gobiernos: no son más que juegos de poder ejecutados por ambiciosos sin escrúpulos ejecutados sobre las espaldas de los pobres, los débiles y lo niños. Somos una cáfila de chulos y matones. Los adultos se meten con los niños y los niños mayores con los más chicos: los hombres avasallan a las mujeres y los ricos a los pobres, todos quieren imponerse. Aborrezco el culto humano al poder, uno de los rasgos humanos más abyectos. Me repugna la inclinación de los hombres por el desquite y la venganza. Odio ver como seres humanos tratan de engañar el prójimo, cómo estafan, timan, embaucan y se aprovechan del ingenuo, el incauto o el ignorante. Detesto las conversaciones huecas, artificiosas y banales que prodigan la gente. A veces me asfixian de tal modo que huir lo más lejos posible. Mi propia condición humana cosiste sobretodo en odiar lo que soy. Cuando de pronto advierto que soy uno de ellos, un alarido me viene a la garganta.

“El infierno son los otros” (Jean Paul Sartre)
“El infierno también es uno mismo” (Robert Crumb)