Debe ser un sábado de los años noventa cuando OG me presta la cinta de vídeo. El título no me motiva pero aquel ángel de venganza y aquel funeral ya me han dado buenas vibraciones para seguir adelante. Deber ser el mediodía de ese sábado cuando meto la cinta y empiezan los ruidos dramáticos, que son ruidos que nunca quieres que salgan de tu reproductor de vídeo. Visualizo unos segundos de película y el ruido se intensifica y la imagen desaparece y el drama está servido. Intento expulsar la cosa defectuosa y, como aquel trozo de pizza que desprende el queso fundido, saco el vhs con varios centímetros de cinta enrollada. El cabezal ha retenido el centro de la cinta así que o desmonto el vídeo o le doy un tirón de esos que duelen. El cabreo transitorio no me permite desmontar el vídeo y termino con una rotura que luego remendaré con paciencia y un poco de celo. Debe ser el siguiente sábado cuando le devuelva la quebrantada cinta a OG y seguramente deber ser ese el último contacto que tengo con esta ópera prima de contundente título. Muchos años después, me reencuentro con un pintor intentando acabar su cuadro mientras un horrible grupo musical ensaya sus bramidos pared con pared. La irritación sonora y los desplantes de su novia provocaran que el pintor irritado agarre el taladro y empiece a perforar transeúntes, vagabundos y colegas odiosos. Y algo más. Conejos putrefactos que nos remiten a la repulsión de Polanski y grandes momentos con Ferrara comiendo pizza como un cerdo o gritando en español macarra -¡Eh, Toro!- al omnipresente búfalo que ocupa su lienzo. Un Abel Ferrara de 28 años firmaba su starring como Jimmy Laine, se maquillaba para matar y terminaba su opera prima con un inquietante fundido a negro. Casi como este.
El Asesino del taladro (Abel Ferrara, 1979).