Para despistarme a mí mismo y no entrar en la era del vacío miro aquella buddy movie en la que Sonia Braga viola a Clint Eastwood dejando constancia de que un Lotus pintado de verde chillón debería ser delito penado. Me conmuevo varias veces al recuperar a un Jacques Tati paseando con su sobrino, siempre agradecido a mi padre que me mostró esa cinta en una época en que las televisiones se acordaban de abrazar y no de asquear. Mientras tanto y por el camino leo la estupenda primera novela de Eddie Bunker y termino mirando su adaptación a la pantalla, a sabiendas de que aparece el gran Harry Dean Stanton, atracando, corriendo y muriendo como pocos. Saludo a ese cineasta alemán del que todavía no escribo bien su apellido y su amabilidad rubrica aquel estupendo cartel dibujado por Roland Topor. El completismo fílmico me obliga a recuperar su ópera prima y se me queda muy mal el cuerpo con esa academia militar llena de abusos y ese monólogo final del joven cadete que te da un bofetada de las que marcan. Los ritmos de Stelvio Cipriani me conducen en plan Donnie Darko hasta un cómic de Neil Gaiman que nunca leí, seguramente por culpa de algún imbécil que lo recomendaba con prepotencia. Aunque como te digo una cosa te digo la otra, así que no negaré que aquella Muerte de viñetas góticas había quedado temporalmente alojada en ese lugar donde quedan las cosas temporalmente alojadas. Y a la que me despisto por completo empiezo a escuchar un silbido que se acerca peligrosamente y que irá variando su frecuencia hasta sonar como una tormenta dentro de una taza de té.