Agustí Villaronga como Vicentet, The Macarra. |
Hay tantos detalles en Perros callejeros II (1979) que no sé por dónde empezar. El continuo ejercicio de metacine empieza con una apertura que nos aclara que todo lo visto en la anterior película era…sólo una película. El Torete sigue vivo y, a pesar de ser un actor reconocido, sigue metido en sus habituales trapicheos. Un incidente de la nueva trama le relacionará con un homicidio, pero gracias a su cuartada conseguirá escabullirse. La cuartada no es otra que haber asistido con unos colegas a un cine de Zaragoza dónde proyectaban Perros Callejeros (1977). Hay más. La figura de José Antonio de la Loma queda representada con la aparición del cineasta-colega que no dudará en asesorar y proteger a nuestro héroe-delincuente. Esa situación nos regalará dos flashbacks incompletos que ríete tú de Rashomon (1950). Mucho destape de todas las chicas y un instante mítico que todos recordamos: El Torete en pleno polvo siendo sorprendido por la policía y pidiendo que le dejen terminar. Se detecta cierta influencia de los perros de Peckinpah al contar un total de tres violaciones. Dos de ellas perpetradas por Antonio Maroño, habitual doblador de cine que aquí la carga contra un recluso y con la hija de un policía entrometido. La otra violación la sufre la mítica Teresa Giménez a manos de un melenudo Agustí Villaronga. Muy impactante contemplar las pintas-Joe-Ramone que luce el hoy célebre cineasta, que incluso se lía a hostias con El Torete. Y terminas la cinta con ese bonito final a ras de suelo y te preguntas que lógica provocará la tercera parte que cierra la trilogía-quinqui. Cuando empiezas Los últimos golpes del Torete (1980) y contemplas la inexistente conexión de sucesos, te relajas, subes el volumen y te dejas llevar por una persecución en plena calle Balmes.