Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984). |
Y no sé cómo pero acabo en esa sala. Hay canapés, hay
bebidas y hay ochenta personas volteando como zombies. Las miradas se cruzan al
vuelo y algunas se transforman en encuentro. Veo caras conocidas o derivadas de
lo que recordaba. Algunos se esfuerzan en intentar engañar el calendario. La calientapollas por la que todos babeaban ahora
lucha por retener la mirada de algún desesperado. El sabelotodo sigue dando la
impresión de saberlo todo. La que parecía una madre de todos se ha convertido
por fin en una madre que ha dejado a tres en casa. Al deportista habría que partirle
la cara por su vergonzante vigorexia. El mártir sigue buscando afecto. El
chulo-putas da pena. El friki da asco. El patito feo ya no lo es y presume
prepotente ante sus antiguos verdugos. El que tenía números para terminar en la
cárcel da la impresión que la ha pisado en alguna ocasión. Aquel a quien señalaban
entre risas luce hoy su sexualidad con seguridad. La rara no se ha presentado. La
mayoría se ha serenado. O simula haberlo hecho. Se huelen los rencores, los
deseos frustrados, las esperanzas olvidadas y los juguetes rotos. Paseo entre
las mesas y hablo con alguien. No conozco aquel tipo que me sonríe y habla en
mímica. Le respondo moviendo los labios y me alejo hasta otro punto. Una pareja
desconocida me saluda y vuelvo a voltear como un zombie hasta que una voz grita
corten. Vuelve el murmullo y el asistente nos manda bajar el tono de voz. La
chica suelta la cámara que llevaba al hombro y avanza hasta el combo de la
directora. El resultado de este recuentro de estudiantes se verá dentro de unos
meses. El título provisional: El Desconcierto.
Protagonizan: Nora Navas y Clara Segura. Dirige: Mar Coll. Me acuesto cuando la
mayoría se despierta y sonrío como aquel De Niro fumado. Nada ha sido real.